jueves, 24 de octubre de 2013

El club de los impresionistas incomprendidos


Muchos estudiosos y críticos han buscado desde hace siglos y en todos los ámbitos de la vida la perfección. Así ha sido en la pintura, donde los dibujos de Leonardo Da Vinci, las esculturas de Miguel Ángel y los proporcionados y equilibrados templos renacentistas han sido el modelo a seguir en cuanto a perfección estética se refiere. Todas las alternativas a estos cánones establecidos han sido ignoradas, rechazadas y criticadas en su momento, aunque actualmente concibamos a sus autores como artistas talentosos e incomprendidos.

La pintura impresionista comienza a desarrollarse a partir de la segunda mitad del siglo XIX. El escenario es Europa y, principalmente, países como Francia. En contraposición con los perfectos contornos, el uso compacto del color y la preocupación por las medidas de la pintura de antaño, el impresionismo basa su técnica en las pinceladas sueltas, mezcla de colores, difuminación de las figuras y captura de la luz. Se trataba de representar la realidad de una forma subjetiva, desde el punto de vista del autor. Los pintores sentían especial fascinación por los paisajes naturales, algo que se debe al comienzo y desarrollo de la pintura al aire libre. Los artistas impresionistas fueron rechazados en su época, aunque actualmente, sus obras se localizan en los museos más prestigiosos del mundo y se subastan por millones de dólares. ¡Qué paradójica es la vida!

Son múltiples los artistas que se atrevieron a innovar con esta técnica, aunque hay algunos que destacan especialmente, como Claude Monet, Edgar Degas, Paul Cézanne o el español Joaquín Sorolla, entre otros.


Claude Monet
El pintor parisino nacido en 1840 es el máximo exponente del estilo impresionista y su fundador principal, a pesar de que ya había habido antecedentes como Corot y Manet. Su obra “Impresión, sol naciente” de 1872 fue recibida con disgusto por los críticos de arte de la época y, precisamente, el título de este cuadro dio nombre al movimiento completo: “impresionismo” (los detractores de esta pintura utilizaban este término de forma despectiva).
Monet amaba tanto la pintura que a pesar de sus constantes dificultades económicas, siguió pintando hasta que se quedó ciego, literalmente. Sus obras son muy variadas y se basan sobre todo en paisajes naturales y urbanos. Durante su estancia en Argenteuil, una región francesa situada junto al imponente Valle de Oise, pintó cuadros basados en la belleza del agua y en la luz reflejada en ella como “Regata en Argenteuil”. Sus viajes por las ciudades europeas le llevaron a engendrar obras como “
La iglesia Saint-Germain-l’Auxerois”, “El Parlamento de Londres durante el ocaso” y la serie de pinturas sobre la catedral de Rouen y la estación de Saint Lazare. Pero, sin duda, los cuadros más importantes del pintor francés son los de su época en Giberny, obras de abundante colorido como “El jardín de Giberny” o la colección de “Los nenúfares”.



Edgar Degas
Pero no solo fueron los paisajes los protagonistas de las obras impresionistas. París vio nacer (y morir) a Edgar Degas, un artista que se sintió fascinado por la magia de la música y, sobre todo, del ballet. Compartía los trazos sueltos y espontáneos del grupo impresionista y, al igual que ellos, engendraba obras que mutaban dependiendo de la distancia desde la que las miraba el espectador. No obstante, utilizaba principalmente los colores pastel y se centraba en escenas delicadas del mundo del ballet.
Las obras del pintor francés son icónicas y la mayoría se encuentran en el Museo de Orsay, el mayor museo impresionista del mundo.
“Clase de baile” es, posiblemente, una de sus obras más aclamadas y repetidas, en la que representa la inocencia de las niñas aprendiendo los pasos de baile que su maestro les enseña. “La estrella” y “Bailarina basculando” son cuadros más complicados en cuanto a forma y estructura, pues las bailarinas aparecen en escorzo y en movimiento. Sea como sea, el arte del baile no ha podido ser representado mejor que según la visión de Degas y mediante sus pinceladas. La belleza de la música y de los movimientos humanos se unen a la representación de la luz y al abundante uso del color en composiciones dinámicas y de gran belleza.


Paul Cézanne Durante su vida, el pintor francés Paul Cézanne (1839-1906) fue ignorado tanto por los críticos como por el público. Tan solo algunos pintores impresionistas apreciaron su enorme talento, una de las mayores aportaciones a la Historia del Arte. Al igual que le sucedió a míticos artistas como Vincent Van Gogh, Cézanne murió sin saber que sus cuadros eran capaces de generar millones y que había influido en las generaciones posteriores. Desde joven, Paul estuvo muy interesado en el arte, por lo que se formó en Academias y visitó con frecuencia museos como el Louvre. Este contacto con los artistas del pasado se ve manifestado en cuadros como “El asesinato”, clara influencia de Caravaggio. Sin embargo, Cézanne fue desarrollando un estilo propio y único, representando la materia en todo su esplendor.
Uno de los talentos más reconocidos del pintor impresionistas fue su capacidad para pintar
bodegones, en los que representaba a la perfección los distintos alimentos y tejidos a pesar de emplear unas pinceladas libres y sueltas. Sin embargo, actualmente sus obras más conocidas son las que incluyen personas, como “Los jugadores de naipes” o “Las grandes bañistas”, además de sucesiones de pinturas sobre un mismo tema (como hacía Monet) como la serie de “La montaña Sainte-Victoire”.

Pierre-Auguste Renoir
Aunque Renoir fue uno de los pintores impresionistas más importantes, la influencia de la pintura clásica (sobre todo, renacentista y barroca) hace que su obra sea difícil de clasificar. Sea como sea, el artista francés destacó por obras de composiciones complejas y un uso abundante del color. El factor humano fue muy importante en sus cuadros, pues sentía atracción por representar escenas cotidianas de las personas y, sobre todo, por realizar retratos femeninos.
“Déjeuner des canotiers”
es la obra que caracteriza su período impresionista, aunque elaboró otras muy importantes como “Retrato de Madame Charpentier con sus hijos”, cuadro que demuestra que con escasas y distendidas pinceladas se puede representar la ternura. Sus pinturas son todo un símbolo en la actualidad y han sido reproducidas e incluso parodiadas con frecuencia. El gran talento del pintor hizo que el propio Emile Zola lo contratara para ilustrar alguno de sus libros. Pero, lo que es más importante, Renoir consiguió que su pintura de tono optimista y alegre perdurara en el tiempo, maravillando a todos con su capacidad de representar la vida con apenas un pincel y una paleta de colores.

Joaquín Sorolla
En este grupo de pintores incomprendidos no podía faltar la aportación española. En las costas valencianas nació Joaquín Sorolla (1863-1923), autor de más de 2.200 obras. Muchos críticos de arte lo clasifican como lumista (que define a artistas que se centran en la búsqueda y explotación de la luz en sus obras), aunque en realidad comparte muchos rasgos con los genios impresionistas. Al principio, sus pinceladas eran mucho más compactas, lo que puede apreciarse en “Estudio de Cristo” (1883), pero con el paso de los años, las figuras y paisajes comienzan a difuminarse al más puro estilo de Monet.
Sorolla pintó numerosos retratos de su familia, aunque su obra más aclamada es la que comprende sus pinturas sobre el mar y la playa.
“El niño de la barquita”, “El Pescador”, “Nadadores, Jávea” y “Paseo a orillas del mar” son algunos ejemplos de esta etapa de esplendor, aunque su obra culmen se encuentra en el Museo del Prado y se ha convertido en todo un icono: “Chicos en la playa”. Con estas obras, Sorolla demostraba un gran conocimiento de la anatomía humana, así como de las propiedades del agua y de las distintas texturas (arena, cabello, piel mojada, rocas, etc.).
Aunque las obras del aclamado pintor están repartidas por los museos más importantes del mundo, gran parte de su colección se localiza en el Museo Sorolla, en Madrid. El Museo Sorolla no es nada menos que la vivienda en la que residía en pintor con su familia, donde también se localiza su taller de trabajo. Clotilde García del Castillo donó, tras la muerte del pintor, tanto este edificio como los muebles, herramientas de trabajo, cuadros y dibujos de su difunto esposo. Fue todo un regalo para los españoles y para todo el que quisiera internarse en las costas valencianas desde el corazón de Madrid.

"Salvador": crónica de la exposición de Dalí en el Museo Reina Sofía

Lo primero que se observa al llegar al Museo Reina Sofía es la multitud de gente que hace cola, nerviosa e impaciente por ver las joyas más valiosas de Salvador Dalí, traídas de todos los rincones del mundo y reunidas en el corazón de Madrid. Todo son nervios, prisas y fotografías frente al cartel que corona la exposición, pruebas irrefutables para demostrar el contacto con uno de los pintores más excéntricos y queridos del arte español. Dalí, con sus ojos saltones y su fino y enredado bigote, saluda desde lo alto del museo, invitando a las decenas de visitantes a penetrar en sus más locos secretos, en sus más secretas locuras.

La completa exposición de más de 200 obras comienza recorriendo los inicios del pintor de Figueras, un muchacho catalán que fue bebiendo de los más grandes y volcando su imaginación para crear un estilo inimitable. Las paredes están vestidas con sus primeros
autorretratos, múltiples rostros de expresión imperturbable creados a partir de cortas y libres pinceladas, envueltos en una síntesis de colores fríos y cálidos. Entre las distintas caras de Dalí, se asoman tímidamente personajes como un Lorca de ojos húmedos y sonrisa curva y un Buñuel de cejas perfiladas y serio semblante, símbolos de los años de amistad en la Residencia de Estudiantes de Madrid.

Las siguientes salas del museo ofrecen un recibimiento aún más colorido y pintoresco. Los turistas y curiosos se detienen y merodean con ojos ávidos, intentando grabar en sus retinas las imágenes más icónicas y famosas del artista. Y es que, las obras de la etapa surrealista del pintor son las que han conseguido inmortalizar su nombre.
El gran masturbador se muestra imponente mientras atrae miradas indiscretas y murmullos excitados. Esa especie de masa deforme que protagoniza el cuadro es, en realidad, un autorretrato rodeado de un eterno simbolismo sobre el sexo, el miedo y la vida. La gente se para y sus rostros denotan concentración y un ligero pudor al observar una de las obras cumbre de Dalí. Comparado con otros cuadros dalinianos, El gran masturbador intimida por sus grandes dimensiones, pero sobre todo por los misteriosos elementos que lo componen: una langosta cubierta de hormigas, unas rodillas sangrantes, unos genitales masculinos y una solitaria figura que se aleja de aquel espectáculo de color, perdiéndose en el infinito para siempre.

Al seguir avanzando entre la marea de visitantes, llega un momento en el que se empieza a respirar un ambiente de absoluta admiración. No todos sabían que la exposición ha logrado traer desde el Museo de Arte Moderno de Nueva York el cuadro más famoso de Salvador Dalí:
La persistencia de la memoria. Por eso, cuando algunos turistas doblan la esquina y se topan con los característicos relojes fundidos de Dalí, sus bocas dibujan muecas de incredulidad y sorpresa. Sin embargo, la conocida escena luce pequeña y reducida en un marco de poco más de 30 centímetros de largo, algo que genera cierta decepción en algunas miradas. Aun así, la gente parece querer empaparse de la pintura, acercándose todo lo que los ojos inquisitivos del personal de seguridad le permiten. Por su expresión, parece que sus mentes están hilando el relato que van a contarle a sus familiares y amigos sobre cómo han visto desde apenas medio metro una de las obras de arte más codiciadas del mundo. Parece que intentan memorizar la textura áspera de la rama de árbol sobre la que se deshace uno de los relojes o el brillo de la mosca que se desliza sobre las manecillas de otro de los relojes maleables. Parece que se esfuerzan por no olvidar jamás una experiencia que puede ser irrepetible.

Tras un camino de fotografías, dibujos y portadas de revista sobre la influencia de Dalí en el cine (colaboró en proyectos con Hitchcock, Walt Disney y con su amigo Luis Buñuel), los años maduros del pintor dan la bienvenida a los más curiosos. Las siguientes salas recogen las obras dalinianas de las décadas de los 50 y 60, pertenecientes al período
místico-nuclear. La ciencia y la historia son temas recurrentes para el pintor durante estos años pero, en plena etapa aperturista de la dictadura franquista, la religión es la temática más frecuente. El Cristo de San Juan de la Cruz es uno de los cuadros más impactantes del recorrido, una pintura que obliga a los visitantes a alejarse para tener una visión completa de sus más de dos metros de alto. Aunque las crucifixiones son un tema clásico y muy repetido en la pintura, el sello personal de Dalí no puede ser más explícito: una cruz flotante en un cielo oscuro, ya lejos de los colores y la vida terrenal, como una especie de sueño o pensamiento fugaz.

Cuando las paredes del museo se desprenden de los cuadros que las visten y los rayos del sol madrileño se cuelan por la acristalada puerta de salida, más de un asistente gira la cabeza hacia atrás, despidiéndose de la muestra como un niño que dice adiós a un día feliz en el zoo. Hay imágenes a lo largo de la exposición que son inolvidables, al igual que personajes inmortales como Gala, el amor de Dalí. Desde que se conocieron en los años 30, Gala fue la musa y compañera de sueños del extravagante pintor, acompañándolo en todos sus actos, proyectos y locuras. De hecho, son numerosas las obras en las que aparece la dama rusa , por lo que la exposición también es un reflejo de este amor intenso e infinito. Gala, con su nariz prominente, sus bucles castaños y sus curvas musicales, es la diosa que Dalí siempre pinta con orgullo y pasión. Por eso, cuando sus cabellos se tornan plateados y su sonrisa se marchita, cuando la muerte apunta con su guadaña en su dirección, Dalí enloquece más que nunca y abandona el mundo poco después que el amor de su vida, dejando un legado inigualable.
Fotografía de Kurt Munz