Lo primero que se observa al llegar al Museo Reina Sofía es la multitud de gente que hace cola, nerviosa e impaciente por ver las joyas más valiosas de Salvador Dalí, traídas de todos los rincones del mundo y reunidas en el corazón de Madrid. Todo son nervios, prisas y fotografías frente al cartel que corona la exposición, pruebas irrefutables para demostrar el contacto con uno de los pintores más excéntricos y queridos del arte español. Dalí, con sus ojos saltones y su fino y enredado bigote, saluda desde lo alto del museo, invitando a las decenas de visitantes a penetrar en sus más locos secretos, en sus más secretas locuras.
La completa exposición de más de 200 obras comienza recorriendo los inicios del pintor de Figueras, un muchacho catalán que fue bebiendo de los más grandes y volcando su imaginación para crear un estilo inimitable. Las paredes están vestidas con sus primeros autorretratos, múltiples rostros de expresión imperturbable creados a partir de cortas y libres pinceladas, envueltos en una síntesis de colores fríos y cálidos. Entre las distintas caras de Dalí, se asoman tímidamente personajes como un Lorca de ojos húmedos y sonrisa curva y un Buñuel de cejas perfiladas y serio semblante, símbolos de los años de amistad en la Residencia de Estudiantes de Madrid.
Las siguientes salas del museo ofrecen un recibimiento aún más colorido y pintoresco. Los turistas y curiosos se detienen y merodean con ojos ávidos, intentando grabar en sus retinas las imágenes más icónicas y famosas del artista. Y es que, las obras de la etapa surrealista del pintor son las que han conseguido inmortalizar su nombre. El gran masturbador se muestra imponente mientras atrae miradas indiscretas y murmullos excitados. Esa especie de masa deforme que protagoniza el cuadro es, en realidad, un autorretrato rodeado de un eterno simbolismo sobre el sexo, el miedo y la vida. La gente se para y sus rostros denotan concentración y un ligero pudor al observar una de las obras cumbre de Dalí. Comparado con otros cuadros dalinianos, El gran masturbador intimida por sus grandes dimensiones, pero sobre todo por los misteriosos elementos que lo componen: una langosta cubierta de hormigas, unas rodillas sangrantes, unos genitales masculinos y una solitaria figura que se aleja de aquel espectáculo de color, perdiéndose en el infinito para siempre.
Al seguir avanzando entre la marea de visitantes, llega un momento en el que se empieza a respirar un ambiente de absoluta admiración. No todos sabían que la exposición ha logrado traer desde el Museo de Arte Moderno de Nueva York el cuadro más famoso de Salvador Dalí: La persistencia de la memoria. Por eso, cuando algunos turistas doblan la esquina y se topan con los característicos relojes fundidos de Dalí, sus bocas dibujan muecas de incredulidad y sorpresa. Sin embargo, la conocida escena luce pequeña y reducida en un marco de poco más de 30 centímetros de largo, algo que genera cierta decepción en algunas miradas. Aun así, la gente parece querer empaparse de la pintura, acercándose todo lo que los ojos inquisitivos del personal de seguridad le permiten. Por su expresión, parece que sus mentes están hilando el relato que van a contarle a sus familiares y amigos sobre cómo han visto desde apenas medio metro una de las obras de arte más codiciadas del mundo. Parece que intentan memorizar la textura áspera de la rama de árbol sobre la que se deshace uno de los relojes o el brillo de la mosca que se desliza sobre las manecillas de otro de los relojes maleables. Parece que se esfuerzan por no olvidar jamás una experiencia que puede ser irrepetible.
Tras un camino de fotografías, dibujos y portadas de revista sobre la influencia de Dalí en el cine (colaboró en proyectos con Hitchcock, Walt Disney y con su amigo Luis Buñuel), los años maduros del pintor dan la bienvenida a los más curiosos. Las siguientes salas recogen las obras dalinianas de las décadas de los 50 y 60, pertenecientes al período místico-nuclear. La ciencia y la historia son temas recurrentes para el pintor durante estos años pero, en plena etapa aperturista de la dictadura franquista, la religión es la temática más frecuente. El Cristo de San Juan de la Cruz es uno de los cuadros más impactantes del recorrido, una pintura que obliga a los visitantes a alejarse para tener una visión completa de sus más de dos metros de alto. Aunque las crucifixiones son un tema clásico y muy repetido en la pintura, el sello personal de Dalí no puede ser más explícito: una cruz flotante en un cielo oscuro, ya lejos de los colores y la vida terrenal, como una especie de sueño o pensamiento fugaz.
Cuando las paredes del museo se desprenden de los cuadros que las visten y los rayos del sol madrileño se cuelan por la acristalada puerta de salida, más de un asistente gira la cabeza hacia atrás, despidiéndose de la muestra como un niño que dice adiós a un día feliz en el zoo. Hay imágenes a lo largo de la exposición que son inolvidables, al igual que personajes inmortales como Gala, el amor de Dalí. Desde que se conocieron en los años 30, Gala fue la musa y compañera de sueños del extravagante pintor, acompañándolo en todos sus actos, proyectos y locuras. De hecho, son numerosas las obras en las que aparece la dama rusa , por lo que la exposición también es un reflejo de este amor intenso e infinito. Gala, con su nariz prominente, sus bucles castaños y sus curvas musicales, es la diosa que Dalí siempre pinta con orgullo y pasión. Por eso, cuando sus cabellos se tornan plateados y su sonrisa se marchita, cuando la muerte apunta con su guadaña en su dirección, Dalí enloquece más que nunca y abandona el mundo poco después que el amor de su vida, dejando un legado inigualable.
Fotografía de Kurt Munz |
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