Muchos estudiosos y críticos han buscado desde hace
siglos y en todos los ámbitos de la vida la perfección. Así ha sido en la
pintura, donde los dibujos de Leonardo Da Vinci, las esculturas de Miguel Ángel
y los proporcionados y equilibrados templos renacentistas han sido el modelo a
seguir en cuanto a perfección estética se refiere. Todas las alternativas a
estos cánones establecidos han sido ignoradas, rechazadas y criticadas en su
momento, aunque actualmente concibamos a sus autores como artistas talentosos e
incomprendidos.
La pintura impresionista comienza a desarrollarse a partir de la segunda mitad del siglo XIX. El escenario es Europa y, principalmente, países como Francia. En contraposición con los perfectos contornos, el uso compacto del color y la preocupación por las medidas de la pintura de antaño, el impresionismo basa su técnica en las pinceladas sueltas, mezcla de colores, difuminación de las figuras y captura de la luz. Se trataba de representar la realidad de una forma subjetiva, desde el punto de vista del autor. Los pintores sentían especial fascinación por los paisajes naturales, algo que se debe al comienzo y desarrollo de la pintura al aire libre. Los artistas impresionistas fueron rechazados en su época, aunque actualmente, sus obras se localizan en los museos más prestigiosos del mundo y se subastan por millones de dólares. ¡Qué paradójica es la vida!
Son múltiples los artistas que se atrevieron a innovar con esta técnica, aunque hay algunos que destacan especialmente, como Claude Monet, Edgar Degas, Paul Cézanne o el español Joaquín Sorolla, entre otros.
Claude Monet
El pintor parisino nacido en 1840 es el máximo exponente del estilo impresionista y su fundador principal, a pesar de que ya había habido antecedentes como Corot y Manet. Su obra “Impresión, sol naciente” de 1872 fue recibida con disgusto por los críticos de arte de la época y, precisamente, el título de este cuadro dio nombre al movimiento completo: “impresionismo” (los detractores de esta pintura utilizaban este término de forma despectiva).
Monet amaba tanto la pintura que a pesar de sus constantes dificultades económicas, siguió pintando hasta que se quedó ciego, literalmente. Sus obras son muy variadas y se basan sobre todo en paisajes naturales y urbanos. Durante su estancia en Argenteuil, una región francesa situada junto al imponente Valle de Oise, pintó cuadros basados en la belleza del agua y en la luz reflejada en ella como “Regata en Argenteuil”. Sus viajes por las ciudades europeas le llevaron a engendrar obras como “La iglesia Saint-Germain-l’Auxerois”, “El Parlamento de Londres durante el ocaso” y la serie de pinturas sobre la catedral de Rouen y la estación de Saint Lazare. Pero, sin duda, los cuadros más importantes del pintor francés son los de su época en Giberny, obras de abundante colorido como “El jardín de Giberny” o la colección de “Los nenúfares”.
Edgar Degas
Pero no solo fueron los paisajes los protagonistas de las obras impresionistas. París vio nacer (y morir) a Edgar Degas, un artista que se sintió fascinado por la magia de la música y, sobre todo, del ballet. Compartía los trazos sueltos y espontáneos del grupo impresionista y, al igual que ellos, engendraba obras que mutaban dependiendo de la distancia desde la que las miraba el espectador. No obstante, utilizaba principalmente los colores pastel y se centraba en escenas delicadas del mundo del ballet.
Las obras del pintor francés son icónicas y la mayoría se encuentran en el Museo de Orsay, el mayor museo impresionista del mundo. “Clase de baile” es, posiblemente, una de sus obras más aclamadas y repetidas, en la que representa la inocencia de las niñas aprendiendo los pasos de baile que su maestro les enseña. “La estrella” y “Bailarina basculando” son cuadros más complicados en cuanto a forma y estructura, pues las bailarinas aparecen en escorzo y en movimiento. Sea como sea, el arte del baile no ha podido ser representado mejor que según la visión de Degas y mediante sus pinceladas. La belleza de la música y de los movimientos humanos se unen a la representación de la luz y al abundante uso del color en composiciones dinámicas y de gran belleza.
Paul Cézanne Durante su vida, el pintor francés Paul Cézanne (1839-1906) fue ignorado tanto por los críticos como por el público. Tan solo algunos pintores impresionistas apreciaron su enorme talento, una de las mayores aportaciones a la Historia del Arte. Al igual que le sucedió a míticos artistas como Vincent Van Gogh, Cézanne murió sin saber que sus cuadros eran capaces de generar millones y que había influido en las generaciones posteriores. Desde joven, Paul estuvo muy interesado en el arte, por lo que se formó en Academias y visitó con frecuencia museos como el Louvre. Este contacto con los artistas del pasado se ve manifestado en cuadros como “El asesinato”, clara influencia de Caravaggio. Sin embargo, Cézanne fue desarrollando un estilo propio y único, representando la materia en todo su esplendor.
Uno de los talentos más reconocidos del pintor impresionistas fue su capacidad para pintar bodegones, en los que representaba a la perfección los distintos alimentos y tejidos a pesar de emplear unas pinceladas libres y sueltas. Sin embargo, actualmente sus obras más conocidas son las que incluyen personas, como “Los jugadores de naipes” o “Las grandes bañistas”, además de sucesiones de pinturas sobre un mismo tema (como hacía Monet) como la serie de “La montaña Sainte-Victoire”.
Pierre-Auguste Renoir
Aunque Renoir fue uno de los pintores impresionistas más importantes, la influencia de la pintura clásica (sobre todo, renacentista y barroca) hace que su obra sea difícil de clasificar. Sea como sea, el artista francés destacó por obras de composiciones complejas y un uso abundante del color. El factor humano fue muy importante en sus cuadros, pues sentía atracción por representar escenas cotidianas de las personas y, sobre todo, por realizar retratos femeninos.
“Déjeuner des canotiers” es la obra que caracteriza su período impresionista, aunque elaboró otras muy importantes como “Retrato de Madame Charpentier con sus hijos”, cuadro que demuestra que con escasas y distendidas pinceladas se puede representar la ternura. Sus pinturas son todo un símbolo en la actualidad y han sido reproducidas e incluso parodiadas con frecuencia. El gran talento del pintor hizo que el propio Emile Zola lo contratara para ilustrar alguno de sus libros. Pero, lo que es más importante, Renoir consiguió que su pintura de tono optimista y alegre perdurara en el tiempo, maravillando a todos con su capacidad de representar la vida con apenas un pincel y una paleta de colores.
Joaquín Sorolla
En este grupo de pintores incomprendidos no podía faltar la aportación española. En las costas valencianas nació Joaquín Sorolla (1863-1923), autor de más de 2.200 obras. Muchos críticos de arte lo clasifican como lumista (que define a artistas que se centran en la búsqueda y explotación de la luz en sus obras), aunque en realidad comparte muchos rasgos con los genios impresionistas. Al principio, sus pinceladas eran mucho más compactas, lo que puede apreciarse en “Estudio de Cristo” (1883), pero con el paso de los años, las figuras y paisajes comienzan a difuminarse al más puro estilo de Monet.
Sorolla pintó numerosos retratos de su familia, aunque su obra más aclamada es la que comprende sus pinturas sobre el mar y la playa. “El niño de la barquita”, “El Pescador”, “Nadadores, Jávea” y “Paseo a orillas del mar” son algunos ejemplos de esta etapa de esplendor, aunque su obra culmen se encuentra en el Museo del Prado y se ha convertido en todo un icono: “Chicos en la playa”. Con estas obras, Sorolla demostraba un gran conocimiento de la anatomía humana, así como de las propiedades del agua y de las distintas texturas (arena, cabello, piel mojada, rocas, etc.).
Aunque las obras del aclamado pintor están repartidas por los museos más importantes del mundo, gran parte de su colección se localiza en el Museo Sorolla, en Madrid. El Museo Sorolla no es nada menos que la vivienda en la que residía en pintor con su familia, donde también se localiza su taller de trabajo. Clotilde García del Castillo donó, tras la muerte del pintor, tanto este edificio como los muebles, herramientas de trabajo, cuadros y dibujos de su difunto esposo. Fue todo un regalo para los españoles y para todo el que quisiera internarse en las costas valencianas desde el corazón de Madrid.
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